Sobre Algo viejo, algo nuevo, algo prestado

Porculturaypunto

Mar 25, 2025

Ascenso y caída de los Felpeto. También así –como una de Boetticher– podría llamarse Algo viejo, algo nuevo, algo prestado (2024)la historia de una familia de levantadores de apuestas bonaerense entre mediados de los 80 y la pospandemia. El pasado más lejano está narrado en off por Maribel (la notable Maribel Felpeto) a partir de grabaciones en VHS que la propia actriz le acercó a Hernán Rosselli. El presente está actuado por ella y otros protagonistas de esas grabaciones, lo que permite pensar en la película como en una ficción robada al registro documental cotidiano. Así, con materiales que el cine tiende a utilizar para ir en busca de lo que involuntariamente quedó inscripto en ellos (la dinámica familiar, las transformaciones históricas, la ideología) Rosselli construye una historia de soterrado aliento épico. No lee síntomas: inventa vidas posibles. Como Herzog en The Wild Blue Yonder (2005), por ejemplo, que convierte los registros de una misión espacial y los registros de la vida oceánica en validaciones de lo que cuenta el narrador: un extraterrestre varado en la Tierra desde hace años y que tiene la cara y la voz de Brad Dourif. Por supuesto, hay una diferencia. Para leer los archivos Herzog recurre a la ciencia ficción. Rosselli, que no cuenta con cosmonautas ni aguas profundas, sino con casamientos, vacaciones y cumpleaños, recurre a las películas de gángsters del periodo clásico (de Scarface –1932–a The Rise and Fall of Legs Diamond –1960–, digamos) y a su reelaboración por parte de los cineastas del Nuevo Hollywood (The Godfather –1972, 1974, 1990–Goodfellas –1990–, Casino -1995-, la Scarface de De Palma –1983–) y el último Sergio Leone (Once Upon a Time in America –1984–), autores de lo que él mismo llama los grandes clásicos de los hijos de inmigrantes italianos en América.

La historia es simple. Hugo Felpeto levanta quiniela. Primero como mano derecha de otro (el Chino), después como jefe. Le va bien. Compra propiedades. Abre por lo menos una cuenta en el exterior. Cuando muere, la esposa (Alejandra) y la hija se hacen cargo del negocio en un tiempo en el que las reglas están cambiando. Ayer, crecimiento. Hoy, una crisis que obedece a motivos diversos y entrelazados: el endurecimiento de la ley, la multiplicación de los bingos, el cambio en ciertos intereses políticos, el posible ascenso de una familia rival. Una imagen de Pacino en Scarface (en el billete de dólar) funciona como guiño a la matriz narrativa y permite escuchar la coincidencia de sílabas y acentos: Hugo Felpeto, Tony Montana. Pero al mismo tiempo, señala con claridad una diferencia de escala: los Felpeto manejan dinero pero no viven en el lujo. Ninguna mansión, ningún restaurante fino, ninguna torre de merca: una casa con seguridad privada, un boliche común, un par de rayas. La de Rosselli es una película de mafiosos medios, en la que un solo cuerpo (de una mujer menuda) y un solo viaje alcanzan para sacar el dinero del país y en la que, si bien es posible que alguien deba una muerte, la violencia no sobrepasa un robo y una nariz rota. Cuando Alejandra habla del negocio lo describe como a una pyme: es algo familiar, da trabajo. Cuando Leandro, cobrador de la familia y amante de Maribel, imagina qué haría si tuviera la plata de los Felpeto piensa en cambiar la moto, construir tres departamentitos, vivir de rentas y pasear. Podría querer más. Pero tampoco tanto. Esto no es Las Vegas: es Lomas de Zamora. Esto no es Casino: es Quiniela.

Ahora bien, esta diferencia de escala respecto de las películas que Rosselli elige como referencias (o mejor dicho: Rosselli y sus actores, porque, según cuenta el director, cuando hablaba de cine con quienes serían sus protagonistas aparecían siempre estos títulos) no conduce a ninguno de los dos problemas que podrían haber desmoronado el proyecto. Algo viejo, algo nuevo, algo prestado no es una película que aspire a algo para lo que no le alcanza ni que pretenda ser redimida por las condiciones materiales que le impedirían alcanzarlo. Nunca dice: no puedo tanto. Nunca dice: me falta plata. Por el contrario, en sus términos puede ser incluso espectacular, de ahí la importancia del auto quemado y de las puertas volteadas en los allanamientos. En este punto, lo que Rosselli captura de los cineastas italoamericanos es algo mucho más decisivo que cierto despliegue de recursos o cierto formalismo de alto presupuesto: captura una ambición narrativa que lleva su película más allá del ámbito en el que sabe que va a moverse. Se ve y escucha en cada escena: Rosselli sintoniza con el presente –con un cierto estado de las imágenes, con un cierto estándar para su tratamiento y circulación– pero no se rinde a él. Quiere más de lo que se supone debe querer. Busca una película a la que no le baste el mundo que la hace posible. En una palabra: es ambicioso. Y en una fórmula: tiene con qué.

Para empezar, un ojo y un oído entrenados, que le permiten moverse con libertad entre los monumentos. Porque claro, en los clásicos de Coppola y Scorsese hay mucho más que el motivo formación de una familia y la estructura ascenso y caída o ascenso y reconfiguración. Una especialmente notable es la atención por el tiempo y la dinámica de la reunión familiar en sentido amplio.

Como sucede a veces, y más a menudo en zonas de alta irradiación estética, es posible encontrar diferencias de peso entre lo que en principio se nos presenta cercano. En Goodfellas, después de moler a golpes a un gángster y encerrarlo en el baúl del auto, De Niro, Ray Liotta y Joe Pesci van a la casa de la madre de este último, cenan, conversan sobre asuntos comunes, escuchan alguna anécdota, celebran el cuadro que les muestra la mujer y tres minutos después, de nuevo en la ruta, rematan al gángster, De Niro a balazos y Pesci con la cuchilla que se llevó de la casa de mami. El marco le da a la comida un volumen especial. La escena dura tres minutos pero parece más larga o más corta porque su desarrollo demora una urgencia (sabemos que hay un hombre en el baúl, y en determinado momento unos ruidos nos informan que está vivo). Este tipo de intensificación externa, este desacople informativo que nos hace saber algo que un personaje no sabe y medir entonces las cosas en función de cierta expectativa, no le interesa a Rosselli. Ni siquiera cuando Maribel se conecta con el que tal vez sea su hermano y empieza a verlo sin aclararle nunca el motivo (de ahí, quizás, la extraña lentitud en materia erótica del muchacho: si hubiera tensión sexual, la naturaleza de las escenas cambiaría). En sus reuniones, de intensidad interna, no tenemos presente otra cosa que las reuniones. Hay de dos tipos. El primero recuerda a Coppola, en quien toda reunión es un asunto de negocios; sus escenas son el asado en el que el abogado le describe la nueva situación a Alejandra y la entrevista que Alejandra y su gente tienen con un vecino para dejarle en claro que nadie puede levantar quiniela por su cuenta, cómo van a seguir las cosas y qué parte le corresponde a cada quién (los planos cenitales de apertura y cierre fortalecen la autonomía de la escena, excepcional). El segundo tipo recuerda a Pialat y a Sautet, dos nombres en quienes los directores argentinos no suelen detenerse y cuyas filmografías están en buena medida consagradas a esa fiebre de vivir que la reunión expresa e instituye, y que puede manifestarse en risas o griteríos, en abrazos o empujones, nombres pasajeros de una experiencia continua; sus escenas son el cumpleaños sorpresa, la conversación que va de la Biblia a Galileo y de Galileo al parecido de Maribel con su madre, la Navidad (primero la cena, después el boliche) y dos conversaciones en piletas tipo pelopincho.

El efecto de realidad es notable, algo a lo que contribuye también un segundo grupo de escenas, dedicado a la inspección de la intimidad (una conversación en la cama, una conversación en la cocina, una pelea hija-madre en la pieza). Y sin embargo, aun reconociendo los hábitos y las maneras de hablar, aun pudiendo cualquiera de nosotros decir: tengo un tío que se parece a ese señor al que llaman Chiquito o algo por el estilo, todo es nuevo. Es el secreto diáfano de la película: la puesta en escena de un mundo al mismo tiempo realista y esotérico. Un mundo reconocible y de códigos propios, que obliga a quien lo cuenta (porque sabe que se dirige a extranjeros) a referir las historias que le dan cohesión y a traducir su lenguaje. Maribel nos informa que una pesadilla del que levanta quiniela es que en ciertas fechas salga un número alusivo (el 33 en Pascua, por ejemplo, el 22 en 2022) y que cuando hay un problema de límites se aplica “el aviso”, es decir, un disparo en la pierna, “la principal herramienta de trabajo de un levantador de quiniela”. También nos explica el vocabulario: oficina significa búnker, mesa significa administración, postura significa arreglo con la policía. “Todo en el trabajo se dice con otras palabras”, aclara, y recuerda el modo en que Ray Liotta cuenta Goodfellas y De Niro cuenta The Irishman (2019)cuya primera frase dice: “Cuando era joven, pensaba que los pintores de casas pintaban casas”, y da inicio así a una historia que exige un guía-traductor.

Estas remisiones a las que la película invita no le juegan en contra porque Rosselli sabe establecer su territorio. Si los llamados que Sean Baker hace en Anora (2024) a Cassavetes (el director que reúne a todos los directores citados en este texto) terminan por poner en evidencia una diferencia radical en torno a la escena (Cassavetes espera lo que haga falta para que se derrame, Baker la conduce en función de un ítem capaz de etiquetarla; Cassavetes quiere la vida, a Baker le basta el realismo), los llamados que hace Rosselli no lo obligan a comparecer ante criterios en los que se inspira pero que no necesariamente son los suyos. La de Rosselli es una película-país. La de Baker, un estado asociado.

Parte de la independencia de Algo viejo, algo nuevo, algo prestado hay que buscarla en su textura, compuesta por imágenes de distinta naturaleza y distinta función: las cintas de VHS (y dentro de ellas la televisión, que ofrece un plano de Álvaro Alsogaray justo cuando Maribel habla de la timba), las cámaras de seguridad, las pantallas de las computadoras, el escáner de la aduana, la cámara de los cascos de la policía. De este collage se desprenden al menos tres hilos que unen al director con Hugo Felpeto y que dibujan una segunda historia, paradigmática: la historia de los hombres ausentes.

El primer hilo es cinematográfico: Rosselli encuentra en las cintas no solo un registro familiar sino también voluntad de forma. O si se quiere: la huella de un cineasta amateur capaz de presentar un lugar o un personaje por medio de un travelling o manejar una escala variada de planos para filmar la cara de su esposa y darle sostén a un zoom inevitable. En este sentido, el trabajo que realiza con los archivos instituye a un par: descubre en Hugo Felpeto una mirada estética y crea las condiciones para que podamos descubrirla también nosotros. El segundo hilo es social: así como Hugo Felpeto forma en la ficción una familia, en el sentido más italiano de la palabra, Rosselli forma una familia en la realización de la película: convoca a una gran mayoría de actores no profesionales, comparte tiempo y conversación, los acompaña, ayuda a que brillen de la manera en que lo hacen (es un cast soñado) y en los estrenos se presenta con ellos en la sala, casi como si continuaran ensayando ante nosotros escenas de reunión. El tercer hilo, finalmente, es el que sostiene todo el edificio. Algo viejo, algo nuevo, algo prestado es una gran historia, una textura formada por distintos tipos de imágenes, un bosquejo de melodrama incestuoso, una antología de reuniones sociales tratadas como cápsulas de tiempo real-cotidiano, pero en última instancia es algo más primitivo y radical: el testimonio de dos hombres filmando fascinados a dos mujeres. Hugo Felpeto a su esposa Alejandra. Hernán Rosselli a Maribel Felpeto. En las grabaciones del primero podemos ver un zoom amoroso sobre la esposa dormida, primeros planos en la pileta o en un juego de feria, una pequeña puesta en escena en la que Alejandra camina de espaldas y gira sobre sí después de abrir el auto, bella, sonriente, el pelo movido por el viento. Lo que Felpeto hace de manera amateur, Rosselli lo hace de manera profesional en una ficción alimentada por la mirada amateur. Mira a la hija de Felpeto como este miró a su esposa: esculpiéndola, honrándola. La muestra atándose el pelo (los brazos en alto, el cuello libre), probándose una malla, sentada en la cama desnuda y de perfil, la aísla sobre fondos uniformes, claros u oscuros, para que todo se concentre en ella. Algo viejo, algo nuevo, algo prestado funciona en muchos aspectos por medio de un desacople: se habla de más plata de la que vemos, de más poder del que vemos, de más tiros de los que vemos. Pero en relación con las mujeres esta lógica no corre. Se las trata como estrellas y estrellas son. Es la prueba final del triunfo de la película.

Por José Miccio

Fuente: La vida Útil

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