«Familiar» (cuento) por Martín Pomter

Porculturaypunto

Mar 31, 2025

El recuerdo de cuando íbamos a nadar al río, de cuando jugábamos a la orilla del río. El río marrón barro, marrón sucio, el río turbio que baja hacia el valle se mueve así, de nuevo. Se mueve acá: en mi cabeza, se mueve. Toma vida otra vez, ve, ahora a través del agua que corre pero en mi recuerdo… Y cómo es que todo lo vivo se mueve, pienso, y cómo el movimiento es lo que da vida, pienso. La muerte no se mueve, no; está siempre quieta, la muerte, y está siempre. Por eso es que importa la memoria: el recuerdo lo pone todo a andar otra vez. Le da vida, aunque duela.

El río, de nuevo, se mueve.

Pero vive sólo en la memoria, para mí. Ya no es más que eso. Incluso aquella vez cuando volví, cuando regresé por un tiempo, nunca fui de nuevo al río. Allí está, sin embargo, su corriente fluyendo otra vez, como cuando lo evoco ahora.

¡Y qué lleno de recuerdos, ese río! Verlo en mi cabeza para despertar un mundo de días de verano, mansos, sin complicaciones. La risa fácil, la risa de los amigos de veras; las largas charlas lejos de las tareas de la escuela, lejos de las tareas de la casa; los cuerpos mojados entibiándose al sol, sentadas en el borde de barro; los cuerpos marrones (como el río) que, después, eran ya tibios; el sol, ahora más fuerte, sobre la piel ya seca. La imagen, sobre todo, de Carlita sentada en la orilla, la orilla de todas esas tardes. Y siempre la fresca sombra negra de los sauces en el remanso, que pinta lo que toca de un pardo más oscuro, de colores cargados. Rojo, castaño, pardo… marrón río. Los marrones del río. Las crestas chiquititas del viento suave sobre la superficie del agua. La hora de la siesta.

El barrio entero se quedaba quieto entonces, como esperando algo. Y a veces sí, a veces nos daban permiso. Pero era mejor si no, si no lo teníamos; aprovechábamos que los grandes dormían, ve, que no había nadie afuera… Y si nos mandaban a dormir la siesta también a nosotras, nos escapábamos; nos metíamos a la cama fingiendo obediencia, haciéndonos las buenas, las que respetábamos la costumbre, aunque fuera que no nos gustaba. Al rato, igual (cuando el silencio era ya espeso y era sólido; cuando el silencio del aire caliente y la quietud del aire. Entonces. Y el sopor tedioso; y las chicharras que ya no se oían porque no cantaban más, o porque terminaban por callarse en mi cabeza de tanto y tanto escucharlas; la quietud que podía como tocarse, ¿no?… ahí, entonces, ve), nosotras abríamos con mucho cuidado la puerta de adelante de cada casa, la abríamos evitando romper la mudez del día que nos ahogaba, tratando de no hacer ruido. Y salíamos. Y la tarde, entonces, era nuestra.

Ahí nomás nos íbamos al río.

Nos íbamos al río a caballo porque nos quedaba como a cinco kilómetros de donde vivíamos, el río. Y el río (para llegar al río, río), tenías que bajar de un barranco como de, qué sé yo, quinientos, seiscientos metros. Llegás ahí, lo ves casi inalcanzable. Y después tiene la bajada, de golpe. Yo no lo sé; tampoco lo sabía entonces, ¡cómo iba a saberlo! Sólo sé que era enorme la picada hacia el río en la bajante. ¡Pero cuando crecía! Entonces el agua sí que venía con fuerza, con furia, y traía ramas y maderos, el agua, traía árboles y todo. Arrastraba el mundo, el río crecido. Crece cuando hay mucha lluvia o cuando abren las compuertas del dique, de “El Cadillar”. Cuando largan el agua del dique, o cuando llueve mucho, también vienen muchos pescados, principalmente muchos sábalos, y después algunos bagres y todo eso. Pero sobre todo con las lluvias fuertes. En algunas partes, además, tiene como doscientos metros de ancho, nos dijo una vez Don Florián. Él pescaba, así que sabía; había vivido siempre ahí, así que sabía. Carlita nunca le creyó; no le creía. Ese viejo mentiroso, decía. Pero yo sí, yo le creí. Sobre todo después de aquello. Yo le creí.

Confuso y enredado, el río aquel. Confuso, el río. Y enredado.

Claro que de chica había pescado en esas tardes de verano, pero también de noche. Pescar de noche, sí. Cuando éramos chicas, sabíamos ir a pescar con los grandes, muchas veces. Y los grandes iban sobre todo cuando ya el sol había bajado, ve. Iban a pescar. De tarde no iban tanto, pero nosotras sí: nosotras estábamos solas casi siempre, cuando las tardes. Pero nos gustaba también ir al río de noche, con los grandes. Así que sí, yo conocía el río también de noche. Entonces colocábamos unas líneas, les llamábamos, ¿una soga, no?, con anzuelo. Mojarritas o lombrices, mejor lombrices, que eran más fáciles de encontrar, y que eran como el dedo. Y bueno, vos sabés que cuando íbamos ahí, a veces el río estaba muy… había mucha agua. Mucho. Y esas veces no nos podíamos meter, viste, porque mucha correntada. Pescábamos.

Y cuando estábamos de noche ahí pescando… una noche que estuvimos, me acuerdo, pasó algo. Ahí estábamos, cuando sentimos un tuc tuc tuc tuc que se escuchaba, cada vez más cerca. Es un helicóptero que viene, alguien dijo. Tuc tuc tuc tuc, hacía: tuc tuc tuc. Tuc tuc tuc tuc… tuc tuc tuc, cada vez más y más cerca. ¡Apagá!, me dijo Don Gómez, el padre de Carlita, ¡apagá el fuego!, no vaya a ser cosa… Así que lo apagué. Se escuchaba cada vez más fuerte, como más cerca. Era noche cerrada. Escuchábamos, pero no se veía nada de nada. Íbamos ahí y sentimos que de repente hacía chuf el río, viste, chuf. Chuf, hacía. Chuf… Y después, sí, después supe que era que caían, viste. Se escuchaba cuando golpeaban el agua, caían desde arriba. Chuf, hacían… chuf. Porque, claro, no se veía nada, ¿no? Pero se escuchaba cuando golpeaban el agua, ve. Cuando caían. ¿Qué es lo qués eso? ¿No sabés? Escuchá, escuchá. Chuf, chuf… Chuf.

Bueno, al otro día, cuando íbamos a llevar las mulas, mi papá tenía mucho mular y yeguariza, porque él tenía carros para atar, para llevar la caña al cargadero del cerro; llevamos las mulas que vayan a pastear ahí, a los campos que había cerca del río, que había mucho pasto allí, y las cuidábamos que no se vayan muy lejos. Y en eso nosotros nos poníamos a pescar. Porque igual las mulas como que se cuidaban solas, ve. Y ese día, cuando estamos pescando, de repente vos veías que hacía así, el agua, hacía como cuando en algunos remolinos, y los perros olfateando. Los perros iban y venían por la orilla, por el borde. Olfateando. Estaban nerviosos. Iban y venían olfateando. Olfateaban. Los seguimos; dejamos las cañas de pescar y fuimos tras los perros.

Y ahí vimos. Había gente. Eran personas. Gente que estaba así, que estaban en tachos, viste esos como de doscientos litros, metido ahí, y ellos atados de pie y mano… o algunos también así, sin tacho pero igual atados de pie y mano para atrás, viste. Y muerto.

Te puedo asegurar, más o menos, habré visto como diez muertos, más o menos, de lo que yo… de aquella vez que fui al río así, viste. Estaban muertos, en esos tachos algunos, otros no… y atados de pie y mano. Tan quietos. Tan quietos que estaban. Hinchados, también, y quietos. Era la muerte. ¡Me dio una cosa! Me dio una cosa así, acá en la panza. Era un miedo, viste. Digo, mirá vos. Viste lo que pasa acá. ¿Qué hacemos, Carlita? Vos, ¿qué decís? ¿Qué hacemos? A nadie. No le contamos a nadie.

Y eso capaz que era lo que Don Florián nos advirtió. Él nos había dicho. Nos dijo que cuidado, que estaba aquel que se llevaba la gente. Que había personas que desaparecían, que se iban para siempre, nos dijo. Dijo que se las llevaba. Que trabajadores y obreros de los ingenios, más que nada. Pero que otras. Otras también. Que las desaparecía.

Se sabía.

Yo a ese viejo no le creo nada, me cuchicheó Carlita al oído cuando Don Florián siguió caminando. Callate, le dije yo, si yo le pregunté a mi padre, y él que no quería contar nada, pero que sí, que terminó contando, que en la mesa al final sí, terminó diciendo que hay gente que no vuelve, que no volvía. Cállese, me regañó mi padre cuando pregunté; él, que después de contarnos, me regañó, me dijo, cállese usted, que es muy chica. No se meta. Así que me callé. Se callaron todos.

No le contamos a nadie de los muertos en el río. A nadie.

Para esa época llegó mi hermana, que estaba en Buenos Aires. Te bajaban. Teníamos, de la ciudad hasta mi casa, teníamos unos cuarenticinco minutos de colectivo. Y del colectivo te bajaban dos o tres veces. Ella ya había ido preparada, igual, porque mi padre le dijo, m’ija, si vení acá a Tucumán, traete un certificado de dónde trabajás, traete todo. Y cuando vengá, ellos te van a decir, tenés que ir a la comisaría a’cer una cédula. Traete una foto, ya. Porque si no, acá te van a mandar a que hagá una foto y todo eso. Y entonces, nos contó ella, la misma foto que ya tenía para carné le llevó; ya cuando llegó allá, este, fue a la comisaría del lugar, nos contó: digo, mire, Don, vengo a visitar a mis padres, yo estoy en Buenos Aires, vivo en tal lado, acá está la dirección, que trabajo en tal lado… Pero en ese tiempo al trabajo lo había perdido; trabajaba en el Centro, en un taller de costura, trabajaba. Igual, no les dijo eso. No les dijo que ya trabajo no tenía. Y bueno, les llevó recibo, todo, de sueldo, todo. Y bueno, con eso salía. Con eso, gracia’a Dió, nunca. ¿Nos paraban? Sí que te paraban. Todo el tiempo te paraban. Te pedían los papeles, todo. Te bajaban del colectivo y te ponían así, en fila. Yo era chica, pero me acuerdo…

… Y en ese entonces, había veces, eh, que ellos también. Que bajaban del monte, que iban a las casas de nosotros, que éramos pobres. Llevaban comida, harina y sal, llevaban; llevaban aceite. No se conseguía aceite. Una vez nos llevaron yerba y azúcar, que tampoco había a veces. A veces no había nada. Bueno, yo era chica. Tengo memoria de que esa gente venía a la casa, pero no sé, no sabía quiénes eran esas personas. Mi padre trabajaba en la fábrica, en el ingenio. Nos quedábamos con mi madre. Ella nos cuidaba. Una vez nos hizo esconder debajo de las camas, pero no recuerdo porqué.

Lo que más recuerdo, lo que más recuerdo ahora, es el río. En ese recuerdo, en mi recuerdo del río, corre el agua del río que recuerdo. Marrón sucia. Turbia. El recuerdo es más claro, igual, que el agua. En mi memoria, en mi cabeza… acá, como que se mueve. Me acuerdo. Me acuerdo, también, de aquel que vi esa tarde pasando el cañaveral. Del que nos previno Don Florián, aunque Carlita no creía. Del que se llevaba a la gente que después nunca ya más volvía.

Pasa en el monte. O en los cañaverales, como se llama a muchas cañas que tienen los ingenios. Entonces ellos, para que no se meta gente ahí a hacerle daño a los cañaverales, ellos tienen por contrato, creo, de tener que darle, según dicen, una o dos personas cada tanto, una cosa así. Eso nos contó Don Florián. Pero se sabía. Eso también se sabía. O si no, nos contó, entregarle a alguien querido, eh. Así nos dijo. Entregárselo. Que los desaparecía. Todo eso… Mentiroso; viejo mentiroso. Callate, Carlita. Callate, querés. Y bueno, todo eso. Y esa gente no era de allá, los dueños esos; eran brasileros, ingleses… y algún otro de otro lado, viste. En mi casa, no, de eso no se hablaba. Usted callesé, que es muy chica. Pero si no, a veces, sí; cuando nos encontrábamos con otra gente. O cuando íbamos al recreo “El obrerito”, que le dicen allá, que se va toda la familia y se reúne, bailan, se ponen a conversar. Che, vos sabés lo que me pasó a mí… o, mirá lo que pasó allá, a éste o este otro… o, ¿conocés?, sí, yo conozco y sé lo que es ahí… Bueno, la gente sabe. Sabe dónde está el peligro. Donde se aparece. Donde espanta. Se sabe.

Pero esto, lo que te cuento yo… Yo te digo, mirá, ¡sabés cómo vine!

Aparte, me llamó la atención, y más miedo me dio, porque nosotros teníamos tres perros. Esos perros no le tenían miedo a nada; si te tenían que voltiar un toro, una vaca, te la voltiaban. Eran perros grandes, de esos comunes. Pero de buen porte, viste. Y eran peleadores, de perro a perro, yo me acuerdo que había mucho perro malo, y después para los animales… Mi hermano los entrenaba a los perros. Porque él, no sé, tenía un don para los animales. Mi hermano, cuando comíamos a la noche, cenábamos, y mi papá a veces para que no cocine mi mamá por el calor que hacía, iba y compraba mortadela, salamín… y traía, y mi hermano afanaba y metía acá en sus bolsillos de él, para los perros. ¡Pero ya comieron todo!, decía mi papá. Y un día lo descubrieron, y mi mamá le dio de cintazos. ¡No!, dice, pero yo le robo pa’ ellos. Quería decir que era para los perros. Y le daba a los perros, y los perros lo seguían. Después vos agarrabas, y cuando traían cualquier animal, caballo, una mula, todo, por decir, los perros mirabas y ya le estaban dando vuelta ahí. Cuando subía al caballo, atrás del caballo, o delante del caballo iban. Y se venían al río. Y por ahí estaban esos toros malos, que se te paraban en el camino, y si vos lo querías correr te encaraban y te metían al caballo ‘e punta. Como esa otra vez, pero yo no me pensé que el toro te corría, viste, y me encara el toro y se da vuelta el caballo, y el toro encara, y ya vinieron los perros… cuando vinieron los perros lo cazaron, sabés qué, ese toro balaba, uno de las costillas, el otro de las narices, el otro de la cola… y el de la cola lo hacía así, el toro. Y, sabés, lo masticaron cuando caía ahí. Lo tumbaron. Sí. Y sabés el toro cómo salía después. Pata y pata. Eran bien bravos esos perros. Por eso yo te digo que esa vez, cuando fui por el camino…

También me llamó la atención por el caballo. ¡Ese caballo! El caballo que tenía, le decíamos el Tucu, caballo negro, que era de mi abuelo, ese caballo. Era chiquita yo cuando era de mi abuelo, viste. Lo crió mi papá; en ese aprendimos a andar todos a caballo, ¿no? Y vos sabés que ese caballo, que tenía ese caballo, mirá. Mi papá enlazaba, así, toro, malo, a veces quería enlazar alguno para marcarlo o lo que sea, él enlazaba, y cuando se bajaba del caballo, el caballo mismo tiraba para que no se levante, lo tenga ahí arrastrando, eh. Y no lo dejaba parar al toro. Después, ese caballo percibía cosas. Yo creo que todos los animales perciben cosas. Una vez yo lo quería meter al río, para cruzar el río, viste, y el caballo, pbrrr, se daba la vuelta, iba, pbrrr, para el otro lado… así. Y yo digo, ¡pero, vamos!, ¡vamos, Tucu!, ¡vamos!, y yo le hacía, vamos, vamos, vamos, y le golpeaba así yo de acá, viste. Y él, pbrrr. Nada. Y lo rajaba para allá, y allá me lo pega el salto. Bueno, digo, qué raro. El caballo no quiere bajar acá; siempre lo he bajado acá. Bueno. Pasó. Al otro día cuando vengo, resulta que había sabido haber ahí un tronco. Era un pedazo de tronco así, grande, ve. De un árbol, metido ahí. Por eso el caballo no se quería, porque era peligroso… y aparte había un pozo ahí; no era normal, como sabía ser, sino un pozo, porque el agua comió… de lo que se metió el agua bajo ese tronco… Así que, por la reacción del caballo, que era inteligente y era bravo, también por eso me dio miedo aquella vez, la vez del camino…

Fue una tarde, el mismo verano que la hermana volvió a casa.

Resulta que mi papá nos había mandado al río a llevar las mulas a pastear un rato. Pasaron tres horas, dos horas. Y cuando volvimos, no nos dimos cuenta nosotros que faltaba un macho, y era justo el que usaba en la vara del carro, él. Me dice, ¡cómo!, ¿dejaron el macho?, ¿no está acá?… Vayan a buscarlo. Y entonces volvimos, con mi hermano. Y cuando nos vamos para el río a buscarlo, los perros ya sabían el rastro, todo, y cuando va mi hermano se encuentra en el camino con unos amigos y se quedó con ellos, ahí nomás, cerca de la llegada del río, andá vos, y yo me voy sola. Eran como las siete de la tarde, estaba queriendo entrar el sol así, viste. Y bueno, cuando voy yo por ese camino del río, la calle que está de la bajada para el río, un lugar donde había mucho pasto, un camino angosto nomás, que tiene como para que vaya un carro. Y en lo que iba para allá, este, con los perros, los veo a los perros que medio así, arqueados, con la cola entre las piernas, y me hace mmmh, mmmh, mmmh. Yo digo, los perros, qué les pasa allá, digo. Y entonces el caballo me empieza a hacer también así, pbrrr, pbrrr. Le digo, ¡vamos, vamos!, ¡vamos, Tucu, vamos! Y yo lo animaba, y el caballo seguía y se pegaba la vuelta. No quería. Chumbo a los perros, y los perros venían quejándose: mmmh, mmmh, mmmh… lloraban. Y yo digo, ¿qué pasa?, che, ¿qué pasa? Y yo lo voy a encarar al caballo, viste, taloneaba y le pegaba así con las riendas, acá, y el caballo, pbrrr, y se daba la vuelta… Cuando estaba ahí, miro así y veo este perro así, un perro negro. Salió del costado y se quedó ahí mirándome, en medio del camino. Un perro negro. Mucho, mucho más grande que los nuestros. Alto, casi, como el caballo. Y encima, lanudo. Los ojos amarillos. Te digo, era así, lanudo, negro… pelo largo… y todo así, acá tenía una de pelos, viste. Mirá, a mí se me pararon los pelos de la nuca, parecía, me dio esa impresión de que se me pararon los pelos. Y lo doy la vuelta al caballo, viste. Y me quedo mirandoló, viste. Y mirándome así queda, viste. Con los ojos así. De lejos como de acá a allá, ves… Se paró a mirarme fijo. De frente así, de frente. ¡Qué miércoles! ¡Cuando lo vi a eso! Mirá. Quedé como paralizada. Y, te digo, me corrió un frío… un frío por el cuerpo… y esto como que se me había parado así, ve… Y entonces va y se mete, para adentro, para el otro lado, para el monte, viste. Cruzó el camino. Y entonces, yo agarro y digo, uy, ¿qué hago? Y me quedo un rato parada ahí, viste. Y digo, ¿pero si dejo el macho? Y digo, ¿pero si éste se fue? Y bueno, estaba ahí un rato… Después llamé a los perros, y venían los perros ahí, y yo miraba, viste. Y el caballo, lo toco así, porque cuando vos tenés el caballo así en estos casos, el caballo, para darle ánimo tenés que pegarle despacio en el cogote, viste. Entonces vinieron los perros, hicieron el camino. Y al rato, ya los perros empezaron a torear. Ah, digo, acá está la porquería ésta… y ya lo veo que sale rebuznando de adentro del monte, los perros mordiéndole las patas, lo mordían y se hacían a un lado. Y, bueno, vos sabés que, bueno, lo saqué.

Y vine a casa y, cuando llegué, le conté a mi papá.

Era el Familiar, me dijo.

Me dice, sí, ese es, dice. Me dijo, por la experiencia del abuelo, me dijo, cuando vaya al río, me dijo, llevesé la cadenita, con un crucifijo, y rece un padrenuestro. Ahí yo no me acordaba de nada, le digo… porque me quedé muda, le digo. Y así pasó. Me miró serio. No, no, cuando sea así, tiene que hacer un padrenuestro. Parece que a él se le había aparecido muchas veces, cuando iba al río. Iba mucho al río, mi padre, una para llevar las mulas, y otra también a veces para ir a cazar, ve. Porque él gustaba de ir a cazar al monte.

Igual aparece de distintas maneras, se ve. Porque más tarde, cuando le comenté a mi hermano, cuando le dije a mis tíos, mis primos, porque a veces nos juntábamos en la casa de alguien, de alguna familia, y nos contábamos cosas. Y bueno ellos decían, sí, sí: no, porque a mí me apareció del otro lado; el otro me decía, a mí me apareció acá en la caña; el otro me decía, no, a mí me apareció cerca de la bajada… Y aparecía de distintas maneras, diferentes formas tomaba. A veces aparece como un chancho, o como una víbora gigantesca. O capaz como persona. Y eso que te cuento de los ingenios, también, sí. Eso que te digo de los ingenios, porque encontraron huesos, huesos de persona había ahí adentro de las cañas. Yo sé. Todos sabían. Había mucha gente, allá, muchas historias de gente que desaparecía; incluso decían que, no sé, que se los llevó el río. Yo lo que me pasó lo conté, como ahora, otras veces, varias veces.

Pero después. Porque cuando volví de Buenos Aires, un verano, ya era otro verano, y yo era ya grande como los grandes cuando antes, cuando yo era chica. Suena raro pero es así, ve. El tiempo… el tiempo es así. Se mueve, como se mueve el agua. Me encontré con Carlita, después de tantos años. Y Carlita también, ella ya era grande, claro. Como yo, había crecido, ve; como a mí, también el tiempo a ella le había pasado. Yo decía. Pero incluso cuando volví, ya de grande, yo aún tenía aquel miedo cuando fui. En el tiempo que estuve de regreso, nunca llegué a ir al río. Me quedé, igual, casi todo el verano. ¿Qué iba a hacer, de vuelta en Buenos Aires, si había perdido el trabajo? Así que me quedé, ve. Me quedé sólo un tiempo, igual; me quedé cuanto pude quedarme. Pero, aunque yo me quedé un tiempo algo largo, todo el que pude quedarme, ya no era lo mismo. Tenía la memoria, nomás. Todo lo demás se había ido.

Martín Pomter (Buenos Aires, Argentina) escribe. Ahora trabaja en unas crónicas de su paso por Alaska y un poemario. Ha publicado en publicaciones periódicas como Extrañas noches” y “Burak”. Su relato “Los dos infieles” integra la antología de textos telúricos Esquejes, de Funga Editorial. Estudió Lengua y Literatura Inglesas en la Universidad Nacional de La Plata. Allí hoy cursa las carreras Sociología y Comunicación Social y Periodismo. Hace voluntariado en una biblioteca. Su Instagram es @martin.pomter.

Ilustración a cargo de Daniel Santoro, «Pequeña utopía en el bosque»

Por culturaypunto

Somos un grupo de periodistas, artistas, escritores y libreros que creemos que en la cultura yace el verdadero cambio. #lacosaesasi

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