La hormiga en la miel

Porculturaypunto

Mar 22, 2025

Mi tío no es alemán. Mi tío nació en Saladillo y vivió ahí hasta que casi lo linchan. Esa parte de la historia nunca me la quisieron contar. Hay límites, dice papá y levanta  sobre el mantel un paredón de cuatro dedos. Una hormiga trepa por el dorso, baja por la palma y se ahoga en el frasco de miel. El café se enfría. La aguja del segundero tiene filo. Mamá no dice que hay límites ni dice nada, evita hablar del tío y si alguien lo menciona, cambia rápido de conversación. Todo lo que sé es lo que me permite la memoria o lo que él mismo contó. El tío tiene dos caras según del lado que se lo mire. Del derecho es como cualquier persona normal. Del otro costado, tiene el párpado, el cachete y el labio caído. Un derrame, un derrumbe. La vez que fuimos a nadar de noche, me contó que fue culpa de un golpe de frio. Estaba en Bariloche a pura fiesta en el cumpleaños de un judío que después se volvió nazi. El calor y la transpiración del alcohol eran tan fuertes que sin pensarlo dos veces salió a tomar un poco de aire así como estaba, en cuero y calzoncillo. El frío es una lanza, una granada escondida. Parálisis facial dijo el médico. Muerte del nervio, así va a quedar, a la mitad. Cuando el tío se ríe, la boca es un gusano, en el ojo roto tiene una piedra.

*

Cada vez que alguien le decía alemán, ¿Qué haces alemán? ¿Cómo va eso alemán? él los cortaba en seco. Leman, Leman, los corregía y simulaba llevarse el cigarrillo a la boca. Empezó a fumar a los diez años y dejó cuando se quedó sin pulmones, pero sobre todo sin plata. ¿Te parece que tengo pinta de alemán yo? Me preguntaba mientras se hundía el índice en el antebrazo para mostrar que era lo suficientemente oscuro. Desde que cumplí los seis, el tío pasaba por casa una vez al año y me llevaba a dar una vuelta. ¿Qué querés que haga? Sabés que no se lo puedo negar, le escuché decir a papá mientras escondía la cabeza abajo de las sábanas. Lo llevo a la plaza y volvemos. Pero nunca íbamos a la plaza ni a la calesita ni al parque. Con el tío, los caminos nunca conducían a Roma, era imposible adivinar a dónde iríamos cada vez. Sería por eso que yo esperaba tanto que me pasara a buscar. A veces era marzo o abril, también podía caer en diciembre. Me acuerdo cuando fuimos al puerto por el barco ruso que había quedado varado. Vamos, vamos. Me llevaba de la mano al trote por el borde de la escollera. El verdín y los anzuelos, el vacío entre las rocas, el mar negro. La unión soviética se disolvió y ahora este pesquero quedó sin bandera, me explicaba mientras le compraba un catalejos, una pulsera y un par de zapatos a un rusito de veinte años. Después de que le dio la plata, y mientras me seguía explicando que la tripulación no tenía más remedio que vivir arriba de ese barco oxidado, empezamos a seguir al marinero. El rusito caminó sonámbulo hasta el primer almacén y sin contar los billetes que mi tío le había dado, los cambió mano a mano por una damajuana de chilecito. ¿Te das cuenta, no? Me preguntó sin dejar de mirar las manos sudadas del marinero. 

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Vamos a la canchita. No importa la pelota, alguna vamos a encontrar. Esa tarde cargaba con una reposera de fierro pesado, la tela sucia pendía de un hilo. Caminamos unas veinte cuadras hasta pasar el cruce de la ruta y nos sentamos en la vereda, frente al hotel de alojamiento. Yo en el piso y el en su sillita gastada. Mucho calor, pasto seco, perros con sarna. Cada vez que un auto salía del hotel, el tío Leman chiflaba con un silbato de cotillón que llevaba colgado al cuello y los saludaba con la mano en alto. Las parejas respondían tímidamente, se preguntaban entre ellos, miraban para todos lados. La mayoría subía el vidrio rápido y salían arando para que el polvo tapara el polvo. A veces el tío los apuntaba con una cámara de fotos vieja  y hacía que les sacaba a la patente y a un primer plano del conductor y su acompañante. ¿Cuánto querés? Dijo un viejo que se bajó de un Mercedes importado. ¿Viste cómo funciona, no? Me preguntó sin importarle la taquicardia del tipo que ya abría la billetera.  

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Vamos a tomar un poco de sol. Esa vez, no mintió tanto. Yo ya tenía doce años y bajar a la playa se empezaba a transformar en una de mis salidas preferidas. Apoyamos la espalda contra el murallón del fondo y nos quedamos sentados en silencio. Cuatro horas. La respiración del tío hacía compás con el vaivén de las olas. La marea subió y las gaviotas no nos vieron. El horizonte se curvaba en las puntas, entre el viento, los caracoles se volvían arena. Yo estaba sentado a su izquierda y como nunca dejó de mirar hacia el frente, siempre veía su perfil lastimado. Cuando el sol se puso tibio y el viento empezó a despegar la bruma, se paró despacio. Apoyó la palma contra la pared gastada por la sal y me explicó que mirar el mar era lo mismo que mirar la noche o escuchar la lluvia. Cosas que nunca se terminan. 

*

Vamos a la cama elástica y volvemos. El tío se había comprado un Fiat 600 y el problema era que no sabía ni dónde estaban los pedales. Fue con un amigo hasta la vuelta de casa y lo estacionó ahí, para que mamá y papá no se enteraran de nada. Agarrá las llaves que están en la guantera y vamos. Pero yo tampoco sé manejar tío, tengo dieciséis años. Dale, che, no seas cagón, tan difícil no debe ser. Puse primera y salimos en el fitito a los tirones. Agarrá por la costa que ahí no hay controles. ¿Por la costa? Sí, quiero ver si hay ballenas. El sol de junio apenas derretía la espuma de las olas. Era de mañana y la gente todavía caminaba entre sueños. Seguí, seguí, agarrá la rotonda, me fue guiando hasta que llegamos al aeropuerto. Se quedó un rato largo mirando el cartel que decía Astor Piazzolla. Después sacó unos sánguches de miga, una cerveza para mí y una coca cola para él. Nos sentamos en el capot del auto y nos quedamos en silencio esperando los aviones. Cada tanto llegaba uno del norte, otro del sur. Tengo la imagen grabada. El avión se detiene en un cielo blanco, el sol resalta el brillo de las alas. El tío mira hacia arriba, el cuello tenso, la nuca con lombrices. El ojo sin párpado se clava en la panza del fuselaje, la pupila dilatada, las raíces llevan sangre. Una gelatina se acumula en el lagrimal y desborda, cae por la mejilla que no siente nada. Cerca de las tres de la tarde nos fuimos. Nos volvemos en colectivo, dijo dejando las llaves en la guantera del fitito. Cuando llegamos a casa, me sorprendió que mamá lo invite a pasar. Sentate un rato, ponete cómodo y antes de apoyar la taza de café le disparó que el año siguiente yo me iba a ir a estudiar a la facultad de Buenos Aires. Son cinco o seis años y después él verá. Bueno, dijo el tío y volvió a mirar para arriba como hizo en el aeropuerto. Por un momento sentí que un rayo atravesaba el cielo raso y finalmente lograba descolgar un pájaro.

*

Vamos a la placita. Aunque bastante más ronca, identifiqué su voz que salía del tubo del contestador. Que se apure que esta ciudad es un calvario. Eso le decía a Uma, la chica con la que alquilaba un monoambiente en Chacarita. Bajé las escaleras apurado para que no siguiera hablando por el portero eléctrico. Tenía el pelo largo y grasoso, no parecía que hubiera pasado un año sino cinco. Un saco sucio con pelos de perro le llegaba hasta la rodilla desnuda y la parte normal de la cara se había vuelto más simétrica con la mitad enferma. Esa tarde que me visitó en Buenos Aires no mintió: fuimos a la placita. Los subtes son gusanos, la noche una lámpara. No hay mar con olas, el riachuelo es un mutante. Cuando llegamos a los juegos, prendió un Leman´s y me señaló el tobogán repleto de nenes. ¿Eso querés? Sí, eso lo que quiero. Bueno, andá entonces, yo te miro desde acá. Esperé que terminara de largar el humo, me saqué las zapatillas y me puse en la fila atrás de una nena que no paraba de sacarse los mocos. Las madres empezaron a retirar a sus hijos del tobogán, murmuraban entre ellas y los depositaban en la calesita o en las hamacas más lejanas. Nos miraban como si fuéramos culpables de todos los males. Cuando llegó mi turno, trepé la escalera despacio y me tiré con los ojos cerrados. Puse los pies sobre la arena fría, me paré y lo empecé a buscar.

Sebastián D´ Ippólito

RESEÑA

Sebastián D´Ippólito

Nació en Mar del Plata en 1982. Es Doctor en Biología, Investigador del CONICET y docente en la Facultad de Ciencias Exactas y Naturales de la Universidad Nacional de Mar del Plata. Publicó crónicas periodísticas en el diario La Nación y en Revista Ajo. Ganó en dos oportunidades el concurso de cuentos “Valijas con Historias” organizado por la Municipalidad del partido de General Pueyrredón. Publicó en el diario La Capital de Mar del Plata y en la revista digital Línea de Crujía. Su cuento “El canto de los pájaros” fue finalista del concurso de relatos breves “Osvaldo Soriano” organizado por el Laboratorio de Ideas y Textos Inteligentes Narrativos (LITIN) y seleccionado para la edición digital de una antología. Su monólogo “Mi miedo no vale” fue llevado al teatro en la temporada 2022 bajo la dirección de Silvia De Urquía y Antonio Mónaco. En el mismo año, el cuento “Los movimientos del agua” fue seleccionado para integrar la antología de Narrativa breve, editado por Cepes ediciones. En 2023, el podcast “Un morral con historias” espacio de lecturas de la Biblioteca Central de la Universidad Nacional de Mar del Plata, seleccionó el cuento “La cola del alacrán” para ser leído en la plataforma Spotify.

Por culturaypunto

Somos un grupo de periodistas, artistas, escritores y libreros que creemos que en la cultura yace el verdadero cambio. #lacosaesasi

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