Por Marina Yuszczuk.
Incluso para quienes no leyeron En busca del tiempo perdido, es un hecho más o menos conocido que el narrador empieza hablando de sus problemas para dormir, del estado de percepción enardecida que le genera estar tendido en la cama si poder conciliar el sueño, mientras escucha cada sonido a su alrededor (el silbido de los trenes lejanos, el canto de los pájaros), cada movimiento de la casa en el vacío de la noche que por eso mismo se hace más y más grande, más larga, interminable. Y también, del alivio que le produce ver, después de la pesadilla de la noche despierto, la raya de luz por debajo de la puerta que le indica que al fin llegó el día.
La razón para el insomnio nunca es una sola, nunca está clara, como en el Diario de Flor Monfort –pero ya vamos a llegar al Diario–. Sabemos, sí, que la ansiedad por el arribo inminente de la noche se concentra en un momento fatal, temido y a la vez deseado: ese en que la madre del narrador sube a su cuarto para darle el beso de las buenas noches, que él quiere capturar y hacer durar, y sin embargo es fugaz, y se desvanece enseguida. ¿Cuánto puede durar un beso? Leí muchas veces estas páginas, y siempre me pareció –quizás porque yo misma era una hija la primera vez que las leí– que no había nada más desgarrador que el abandono de ese hijo, que se sabía separado de la madre para siempre, incluso a sus pocos años, y separado, por extensión, de todo consuelo posible, aunque eso lo sabemos nosotros, los adultos que leemos, y lo va a descubrir el narrador de Proust a lo largo de miles de páginas.
Cuando leí Diario del insomnio, sin embargo, se me apareció un tipo de desgarro nuevo frente a ese texto que termina diciendo: “A mi sueño no lo custodia nadie”. La protagonista de este libro tampoco puede dormir, tampoco quiere. En las noches está sola, por más que su pareja le esté dando la espalda en la cama, o por más que su hijo se agarre de ella. Porque no están del mismo lado: ellos, profundamente dormidos. Ella, vigilante. Y es desde esa soledad que dice “a mi sueño no lo custodia nadie”, después de contar que cayó dormida, al cabo de una noche en vela, sobre la tapa fría del inodoro.
Que nadie venga a tocarte el hombro para decirte que vayas a la cama, imagínense eso. Que nadie te venga a tapar. Los que duermen son los otros, en Diario del insomnio: la pareja, el hijo. Cada uno a su manera. El novio llega del trabajo y se desploma, a lo sumo prende un rato la tele, y después sí, se desploma. No hay beso de buenas noches ahí. El hijo se duerme en su habitación, pero después se despierta y grita, llama a la madre (podría ser el narrador de Proust, tranquilamente, ya no obligado por una educación estricta a guardar silencio y soportar la noche en soledad, habilitado a invadir el espacio de los adultos).
Patricia Pérez Ferraro
Entre ellos dos, de día, la narradora parece que deviene un personaje secundario, y con bastante rapidez, por cierto. Ella hace y deshace, organiza, prepara, gestiona, allana el camino para que el hombre pueda trabajar y el chico ir a la escuela, a sus actividades. Para que puedan trajinar y cansarse y a la noche, caer rendidos. Pero ella no. No ocupa el centro de la escena ni siquiera cuando, otra vez en el baño –un backstage si los hay–, expulsa por fin al feto que le había quedado adentro después de que su embarazo se detuviera. Ella puja sola sobre el inodoro, ve la sangre, siente las contracciones, después vuelve a la cama y no puede dormir. ¿Pasó, o no pasó, eso que ocurrió en el medio de la noche y no vio nadie? A la mañana dirá: “Todos los soldados volvemos a los puestos naturales”.
Hay algo terriblemente fuera de lugar en este hogar en el que transcurre el Diario del insomnio, que no se siente como un hogar ni por un segundo –de hecho, cuando la narradora pasa toda la noche limpiando en una escena digna de Mi vecino Totoro de Studio Ghibli, la casa, al cabo de esa limpieza, no es un lugar más feliz, sino “un quirófano”. Algo no cierra en la distribución de los papeles, en las vidas que se viven juntas y las que cada uno vive por su cuenta, en las noches en vela que parecen ser el único momento en el que la narradora es la protagonista, o se siente la protagonista de algo, como dice en la primera página del libro: “Ahí está mi yo espectral, cruzando el escenario, una bailarina escrutada por la luz”. Después dice también que se siente como Isabelle Huppert, o como Blanche DuBois, la protagonista de Un tranvía llamado deseo. Una diva. Sí, ¿pero a qué precio?
El problema de la noche, su poder maligno y destructor, no es la oscuridad –o no solamente, porque también están la luna y su amabilidad– sino la luz que arroja sobre el día. Una luz horrible, como los rayos X, o como esas fotografías en negativo en las que todos parecemos muertos, con dientes de esqueleto. La estructura del libro, en ese sentido, es la de los relatos de terror. Pienso en dos tipos de terror: el del mundo duplicado, ese otro lado siempre tétrico en el que el protagonista corre el riesgo de perderse y no poder regresar jamás a su normalidad, o esos cuentos en los que alguien persigue a un monstruo sin darse cuenta de que en realidad el monstruo…
Bueno, lo dice con todas las letras este Diario del insomnio: hay un monstruo en la casa. ¿Será ese al que llaman “el Gigante”, que pisa demasiado fuerte y despliega una energía endemoniada? ¿Será algo que espera en el fondo del fondo del sueño, ese al que la protagonista se niega, una y otra vez, a bajar, como si su vida dependiera de ello? ¿Eso que cree que se debe haber llevado a Natalia Molchánova, la apneísta con la que se obsesiona, que descendió a las profundidades sin más asistencia que la de la propia respiración, y no volvió jamás?
Hay cosas que solo se ven de noche, como si la casa de repente se iluminara por el relámpago de una tormenta infernal: “El matrimonio es una guerra fría”, se dice en un momento. Y la insomne limpia con fervor y con furia, “como si la familia hubiera cometido varios crímenes en su baño y cocina”. La casa es un quirófano; la familia ensamblada, un infierno. El sueño de los otros es un callejón oscuro donde es asqueroso apoyar el pie, entre “charcos de vómitos, restos de basura, cabezas de otros”. El cuerpo pesa. El cuerpo nos traiciona. Los fantasmas envuelven como una capa a la que no puede –no quiere– dormir. El sueño es un antro, parecido a la muerte.

Es tal la persuasión de este ambiente fantasmagórico y fatal que uno llega a preguntarse, como lector, cómo es posible que podamos dormir todas las noches. Y sin embargo, el reverso de esta nocturnidad de pesadilla también se intuye en el Diario del insomnio. Se prenden pequeñas luces en medio de la oscuridad, todo el tiempo. Son destellos apenas, pero suficientes para imantar la mirada. “La noche es roca brillante”, escribe Flor. Y más adelante en el mismo texto, como si el mundo acabara de nacer, “La noche es la hornalla prendida para calentar el pequeño globo de atmósfera que rodea la intimidad del living”. Antes había dicho: “Me limpio los pies con el trapo de acero que parece Swarovski”, y volviendo a Natalia Molchanóva, Monfort se pregunta cuál será la pista de “su atractivo diamantino”.
Ahí es donde se empiezan a encender los brillos. No llegan a ocupar el centro de la escena: aparecen en la manera de adjetivar, en las comparaciones, como actores secundarios, ellos también, disimulados, oblicuos. Pero son suficientes: el libro, poco a poco, se vuelve una gruta oscura que comienza a fulgurar, aunque sea con timidez. Es ella, nuestra narradora, que se desplaza “buscando rincones para sacarles el brillo”. Es la mano que traza una marca en la noche, como si fuera una página vacía.
El narrador insomne de Proust, como dije al principio, descubre que no hay consuelo humano que pueda suturar ese desgarro de la separación: solo la literatura, tan real como la lámpara que le dejaban encendida a la noche para que no tuviera miedo, para que se distrajera mirando las imágenes que proyectaba en las paredes. La literatura como la construcción lenta, y laboriosa, y llena de fe, de un objeto nuevo que transmute la multiplicidad de las penas y las minucias cotidianas en una verdad que todavía desconocemos, que consiga anudar el tiempo. Algo del mismo impulso despunta en el Diario del insomnio, y en su radiante final, en el que Flor Monfort se mira y es mirada por una nena que se llama Lucero, como la primera estrella del día.
Florencia Monfort / Marina Yuszczuk
Fuente: Eterna Cadencia