O inventamos o erramos – ¡Caigan las rosas blancas!

Porculturaypunto

Mar 25, 2025

Viole, la protagonista de ¡Caigan las rosas blancas!, está en el tercer día de rodaje de su nueva película, después del módico éxito de su primera película pornográfica, cuyos apuntes pueden entreverse en la anterior película de Albertina Carri, Las hijas del fuego. Parece tener total libertad artística y eso la vuelve caprichosa o perfeccionista, algo que sólo se puede definir viendo el resultado final de su trabajo. Tiene tres actrices colgando del techo en una escenografía evidentemente artificial, un poco kitsch, pero “faltan plantas”, y esa frase se repite como un mantra entre todo el equipo técnico. Le ofrecen humo pero no es suficiente. “Necesito más plantas”, sigue diciendo. Las actrices siguen colgando del techo y el malestar aumenta. No hay caso. Viole escapa: se va a la casa donde se encontrará con una chica —que entendemos como un vínculo sexoafectivo— y una buena sesión de BDSM. Se suman dos de las actrices (que ya bajaron de los arneses) y se empieza a formar un plan: escapar a otro lado, a un pueblo, lejos del rodaje y de cualquier exigencia narrativa, con una excusa poco clara.

Esa idea de escape se repetirá a lo largo de toda la película y a medida que avance podría configurar un ethos no solo de ese grupito sino también de la propia Carri. Siempre que parezca que va para un lado, irá para otro: las expectativas que surjan serán defraudadas deliberadamente. Una vez tomada la decisión del escape, las chicas van al set donde se sigue filmando. Vemos una escena que podría venir de la cruza de la música de Arca (las tapa de sus últimos discos parecieran ser refe del único plano que llegamos a ver de Viole) con un musical de Busby Berkeley. Hay una mezcla de coreografía y caos: un par de planos coquetean con simetrías y movimientos armónicos, pero la cámara rápidamente huye de ellos. Como si ese momento sirviera para dejar claro que podría hacer algo así, digamos virtuoso, pero la película prefiere no hacerlo. Interrumpen el baile Viole y las chicas para robarse una de las bailarinas y desempolvar la vieja combi de escolares que fue el vehículo de aventuras de Las hijas del fuego. Ese momento es como si descubrieran el auto de Volver al futuro: reconocemos la cifra de aventuras en base a un código en común, pero la promesa de road movie también se queda a mitad de camino.

A la noche, después de robar un poco de plata de la producción de la película, tienen un desperfecto técnico con la combi. Debaten planes de acción: pareciera que la más lógica es esperar a que venga el auxilio mecánico. Pero una de ellas despotrica: “no tengo ganas de que venga un chabón a explicarnos lo que hicimos mal”. Por suerte no aparece un chabón sino Laura Paredes con los costados de la cabeza rapados. Las otras chicas se relamen. Encima llegan al taller “La Pety” y las recibe Valeria Correa, que también electriza el ambiente. Se miran con ganas, se rodean, pareciera que una sonrisa podría desbaratar cualquier prurito. “Trae la cámara”, dice una de ellas. Todo está dispuesto para una escena pornográfica, triple pareja, orgiástica y desmesurada, y empiezan los besos, pero otra vez la película amaga.

Llegan a su destino, un pueblo de tierra colorada que sólo les ofrece miradas entre libidinosas y de odio. Se quedan en una casa prestada y empiezan a notar movimientos extraños. Motos rondan la casa, con un ruido insoportable y las luces que las encandilan. Otra vez, deciden escapar: “salgamos de este pueblo de motosierristas”, dice una de las chicas. Stop. Si me permiten un pensamiento producto de la incesante exposición a noticias que pocas veces ayudan a aclarar el panorama, que nombren el electrodoméstico favorito de nuestro presidente (y del asesino serial más maravilloso de la historia del cine) en un momento así da lugar a ciertas analogías.

Antes de meterse en la casa prestada, preguntan por un tal Ricky en varias casas aledañas y en ninguna obtienen respuesta, nadie se digna siquiera a abrirles la puerta. Esta negación, y las miradas de la gente, recuerda a una escena análoga en Los rubios cuando Analía Couceyro en el papel de Albertina trata de entender algo del barrio de sus padres y solo recibe desconfianza. Quizás, como dije, sea sobreinterpretación, pero no pude dejar de ver en ese pueblo con códigos no tan post-dictatoriales (filtrado por un retrato un tanto clasista, si se me permite el comentario) la realidad psíquica y política del país. Ellas terminan perdidas en medio de la selva, sin brújula ni rumbo, con algunos resquemores intra grupo que empiezan a surgir. Su entorno es amenazante e incomprensible. ¿Les suena? Es como si la película pusiera en escena de una manera más o menos palpable un estado de confusión y desamparo en el que se encuentra una gran parte del país. Podrán decir: los tiempos que requiere la producción audiovisual hacen imposible que esa línea de diálogo sobre la motosierra esté puesta por el meteórico ascenso de Javier Milei desde, digamos, principios del 2023, pero lo cierto es que esta lectura no empobrece la película sino que nos permite ampliar lo que uno imagina pueden ser las intenciones concretas de quienes la hicieron. Sería imposible también porque ya casi no se filma bajo esta administración.

Después del escape del pueblo la película encuentra sus mayores niveles de cuelgue y abstracción. Si antes hacía gala de un ritmo cansino pero siempre levemente narrativo, ahora entra en su fase ensayística con una sonrisa provocadora de placer. La última rebeldía es frente a la exigencia de la productora brasilera que financiaba la película de Viole: la obligan a filmar un encargo de una plataforma, un documental sobre urbanismo en Brasil, pero la forma de lo que vemos muy lejos está de esos enlatados de cabezas parlantes y voz en off que se pueden encontrar en Netflix. Más bien lo que vemos es una especie de registro desordenado y poético de algunos lugares y algunas situaciones. Una voz en off empieza a coloquiar sobre el colonialismo y las condiciones del saber. Y así, se va en fade.

Si Las hijas del fuego terminaba armando una especie de utopía feminista (recordemos: año 2018) en la que la libertad podía consistir en coger en el altar de una iglesia entre tres chicas y con música de Morricone de fondo, aquí las cosas se complejizan. Ya no se trata de crear un mundo totalizante en el que si los hombres no se amoldaban a las reglas del juego, mala suerte. La ficción —en ese momento pura, calentona y propositiva, tremendamente optimista— aquí se vuelve, por usar una palabra tan cara al lenguaje filosófico al que la película no le esquiva, rizomática. Le cuesta llegar al punto, incluso duda de que efectivamente exista tal cosa. Aquí el mundo tiene una cualidad más real, y por lo tanto no es posible una proposición tan tajante. El grupo de mujeres que en Las hijas del fuego iba conquistando pueblos y ciudades ahora ya tiene obligaciones con grandes empresas productoras y termina encontrando un grupo de lectura con vista al río. No hay un conflicto claro, ni un caballito de batalla, ni un chivo expiatorio: si existe algún tipo de rabia, es más teórica que otra cosa. La película no se propone tomar el mundo y convertirlo, tan al estilo de este concepto de moda, la hiperstición, porque no puede ser persuasiva. Para hacer eso debería hacer algunas concesiones y utilizar el lenguaje de alguna manera que se quede en el inconsciente de los espectadores, bombardear su psiquis y luchar por su cognición. Carri va por caminos más sinuosos: la imaginación política que tiene la película está cerca de una especie de post-humanismo sci-fi (no por nada se nombra a Ursula K. Le Guin, podríamos sumar a David Cronenberg) vaporoso e inquietante. Termina llegando a un final amargo, quizás un poco menos ingenuo, definitivamente menos útil. Carri, que sigue siendo Carri, es decir, una cineasta irreverente siempre al borde del capricho y el desdén por el espectador, encuentra sus momentos de mayor placer cinematográfico cuando está menos segura de sus postulados.

Fuente: La vida util

Por culturaypunto

Somos un grupo de periodistas, artistas, escritores y libreros que creemos que en la cultura yace el verdadero cambio. #lacosaesasi

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